jueves, 10 de septiembre de 2009

La Europa de los mios

Esos que siento como los mios, con quienes comparto utopías, trincheras y contrariedades más allá de las ideas políticas que nos unan o nos diferencien, miran a Europa con mucho más que recelo. Y contemplan a las grandes instituciones comunitarias como lo que parecen ser: un club de privilegiados. Porque aquello que décadas atrás representaba una garantía de progreso y democracia, pese a haber sido engendrado como marco mercantil, ha devenido en uno de los principales instrumentos políticos del sistema financiero internacional.
El Parlamento Europeo debería de haber sido otra cosa. No un foro de conspiraciones legislativas al mayor beneficio de las grandes corporaciones económicas trasnacionales, sino un centro político capaz de favorecer el desarrollo de las libertades y los beneficios sociales por encima de las fronteras, unificando los ideales que han impulsado el avance de la civilización a lo largo de la Historia.
Pero lo que queda de aquel antiguo espejismo europeo es un cascarón amargo que se endurece cada año. Desvanecidos los viejos sueños revolucionarios, abolida la lucha de clases, reducidas las conquistas sociales, reformulados los enunciados del estado del bienestar como programas mínimos para unos estados de relativo bienestar propio, e institucionalizados los perversos mecanismos de la injusticia mundial, esta Europa ya no puede ser la Europa de los míos.
La realidad real es que las instituciones democráticas europeas funcionan como organizaciones políticas al servicio de las grandes estructuras de dominio económico internacional. La mayoría de sus dirigentes y representantes se comportan como burócratas sin corazón ni conciencia. Han dado numerosas pruebas de su desinterés en cuestionar las injusticias económicas más evidentes y de su incapacidad para reformar una legislación que consagra el comercio injusto y un reparto criminal de la riqueza.
Esta Europa de los otros, de despiadados mercaderes, propugna la libre circulación de capitales y limita la libre circulación de seres humanos. Sus normativas tratan de protegernos del asalto de la inmigración que llega del Sur en una huída masiva y desesperada de la miseria, creando --mediante reglamentos contrarios a los derechos humanos-- nuevas barreras policiales, campos de internamiento, y facilidades de expulsión de los sin papeles. Sus políticos, que califican de generosidad europea a los magros fondos dedicados a cubrir el expediente de nuestra obligación moral de paliar el hambre y la enfermedad en las naciones empobrecidas, han dado constantes ejemplos de impiedad. Y sus economistas se esfuerzan en mantener el statu quo de la región con subsidios millonarios a una producción agropecuaria que siembra de miseria los campos del Sur. Por eso a los míos no les interesan los enfrentamientos dialécticos, sean de gallos de pelea o de palomos capones, entre dirigentes políticos que pugnan por formar esas mayorías parlamentarias que tan ajenas nos resultan.
Aún así, muchos de los míos acudirán a las urnas en las inminentes elecciones europeas, argumentando que lo harán para impedir que ganen los peores.

¿Apoyar a una opción política en la que no crees tan sólo para contrarrestar la fuerza de otra que te repugna? Debería existir una papeleta negativa, que al menos permitiera descartar cuando no se encuentra qué elegir, descontando directamente los votos de los descontentos en vez de sumarlos a otra opción menos mala.
Fuente Hijos de la Tierra www.hijosdelatierra.com

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