sábado, 25 de junio de 2011

El dolor que no se olvida - Osvaldo Bayer

Desde Bonn, Alemania
El jueves pasado se cumplieron setenta años de la invasión de Hitler a la Unión Soviética.

Hecho que se recordó con suma tristeza aquí, en Alemania. Se calcula que en la última guerra mundial murieron millones de seres humanos. Millones, no miles. Unos historiadores hablan de veinte millones de soviéticos muertos y, últimamente, el historiador Viktor Koslov, de la Academia de Ciencias de Moscú, señala que hay que calcular aproximadamente en 40 millones los soldados y civiles de esa nacionalidad que perdieron la vida. Los alemanes, por su parte, han calculado en dos millones el número de sus soldados caídos.
Todavía ni los historiadores ni los sociólogos ni los psicólogos ni los ensayistas han podido encontrar una explicación de por qué Alemania, después de haber perdido la Primera Guerra Mundial de 1914-1918, un cuarto de siglo después, en 1939, inició la Segunda Guerra Mundial.
Después de esa guerra de trincheras –donde los jóvenes de ambos lados se abrían el vientre con las bayonetas en los asaltos entre esos mutuos fosos enfrentados– se llegó al extremo de las matanzas crueles con el bombardeo de ciudades abiertas y se terminó, por parte desde
Estados Unidos, arrojando bombas atómicas a ciudades de miles de habitantes.
¿Qué pasó con el ser humano? Es lo que se pregunta la nueva generación de alemanes. En un país con universidades plenas de sabiduría, con una tradición filosófica de búsquedas interminables, con movimientos pacifistas históricos.
Sí, con aquel libro de Erich María Remarque –la mejor obra antibélica– llamado Sin novedad en el frente, que obtuvo el Premio Nobel en 1928. El dolor, la estupidez de las armas de fuego, la vaciedad de las órdenes militares, la vocación de asesinos que de pronto adquieren todos los jóvenes que son enviados al frente.
Justamente sobre eso, un libro ha conmocionado a esta sociedad últimamente. Soldados es su título y es un compendio de protocolos sobre tres palabras: “luchar, matar y morir”.
Son declaraciones de soldados que intervinieron en guerras. Queda claro allí cómo los jóvenes al vestir uniforme y llevar armas comienzan a sentirse todopoderosos. En su análisis del libro, Felix Ehring señala que la guerra “convierte al soldado en asesino porque el matar es la fácil meta de su acción.”
El libro es un compendio de declaraciones de veteranos de guerra. Allí se
muestra cómo se transforma el ser humano cuando se le da la orden de matar y el soldado lo toma como un privilegio. Es que para él es normal ya verse rodeado de cadáveres en su vida diaria. La misma sensación siente el soldado cuando entra en ciudades enemigas y ve a las mujeres de sus enemigos. Se cree con derecho a tomarlas y violarlas. Lo mismo sienten los pilotos de los bombarderos. Uno de los pilotos entrevistados dice, con orgullo: “Para nosotros, los pilotos de caza, era una especie de prólogo del placer cuando desde lo alto perseguíamos
con fuego de ametralladoras a soldados enemigos a través de los campos”.
Lo mismo los pilotos de bombarderos cuando comienzan a arrojar bombas sobre las poblaciones civiles.
Sentirse dioses con la consigna de que eso es positivo porque así se “aprende a defender a la Patria”. Dice Ehring sobre las declaraciones de las experiencias como soldados: “No se encuentran contradicciones, todos conocen el matar y el morir”, por supuesto el morir de los “otros”, los seres humanos llamados “enemigos”, y esos ex soldados toman como “innecesario” el lamentarse por haber hecho eso. A los ex soldados no les gustaba hablar sobre sus propios
sentimientos, al contrario, les gustaba relatar cómo le daban al contrario.
Matar seres humanos en la guerra se convierte en una especie de deporte y el ganador es quien mata más gente “enemiga”.
Los autores del libro Soldados, Sönke Neitzel y Harald Welzer, tuvieron la suerte de dar con archivos de la guerra donde figuran esas declaraciones de soldados, suboficiales y oficiales sobre su misión. Y llegan a estas conclusiones:
“Los uniformados creían con absoluta fe en los valores militares como dureza, rigor y cumplimiento del deber, que es la obediencia ciega ante la orden de mando. También el fusilamiento de civiles indefensos pertenece a ese deber.
Lo hicieron pues, primero por la obediencia debida y más tarde por propia iniciativa. En la guerra, la persona civil es siempre una meta potencial. Y los autores del libro, luego de un estudio profundo, sostienen que soldados, policías y miembros de servicios de informaciones piensan todavía así, que ése es su “oficio”.
Qué bien que vendría un estudio similar en la Argentina, investigar el porqué del
comportamiento de jefes, oficiales y subalternos de las Fuerzas Armadas, policías y empleados de los servicios de informaciones durante la aplicación del método de la desaparición de personas. Por ejemplo, estudiar si los pilotos de aviones que arrojaron prisioneros vivos al mar sentían el mismo poder que aquellos pilotos que bombardearon y bombardean desde la altura
ciudades indefensas. Algo que tienen que estudiar profundamente los nuevos profesores de las instituciones militares para que no se repita nunca más la atmósfera que se vivió entre los miembros de las Fuerzas Armadas durante la dictadura.
Y aquí nace la pregunta: ¿por qué esos miembros de las Fuerzas Armadas, de la policía y de los servicios se sintieron de pronto omnipotentes y creyeron ser dueños de la vida y la muerte de todos? Con el derecho a matar, torturar, hacer desaparecer, regalar los niños de las prisioneras. Es decir, ¿se sintieron con los mismos atributos que soldados en un país enemigo?
¿Como pilotos de bombardeos de ciudades civiles? ¿Es el poder que da el uniforme? ¿Es el poder que les dan las instituciones políticas (o económicas) a los uniformados en los momentos de peligro? ¿No es hora de comenzar el debate en Naciones Unidas y en los organismos internacionales para cambiar el sistema de autocustodia llevado a cabo por la humanidad desde que existe la historia, con su repetición de crímenes oficiales cada vez más asesinos y de la violencia al servicio del poder y no de la paz interior y exterior de los pueblos?
¿Por qué no intentar de una vez por todas el diálogo frente a la violencia de la represión? ¿Es tan difícil? La represión no es otra cosa que la omnipotencia del poder. En vez de ideas nuevas y conciliación, el palo. El gas lacrimógeno. El bañar en agua helada al enemigo en pleno invierno. Y si no, la bala. Cuando el enemigo no aprende bastan tres o cuatro muertos para que arruguen todos. Esa es la consigna del poder. El buen gobernante nunca tiene que perder la paciencia.
Debe creer en el diálogo. En la participación de la sociedad para buscar soluciones a los problemas.
A Europa ha llegado la noticia de la represión de los maestros santacruceños en Buenos Aires.
La sociedad debe decirse como primer paso al diálogo: “Con los maestros nunca la violencia”.
Porque es como si aplicáramos la violencia contra nuestros hijos y nuestros nietos, que son sus alumnos. Todos los problemas tienen solución mediante el diálogo. Y el político, el gobernante deben proponerse el diálogo como única arma de poder. Porque si no caeríamos en reconocer a la guerra como única solución para los problemas entre los pueblos. Y eso finalmente significa la muerte.

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