viernes, 20 de enero de 2012

El día que el Estado salvadoreño se arrodilló

.Luis Romero PinedaHace años, en la escuela, una maestra nos dijo que hace mucho tiempo un presidente de El Salvador viajó al Palacio de Buckingham en Inglaterra, con decenas de mandatarios más para reunirse con la Reina Isabel, a quien -por alguna razón atribuida a Dios y que solo Dios conoce- se le respeta por ser reina. Se acostumbraba, me dijo, a poner las banderas como alfombra para que su Majestad pasara, como muestra de tributo. Nuestro representante habría desobedecido esta costumbre por considerarla una falta de respeto a la nación salvadoreña y la reina le habría felicitado. Quise iniciar esta crónica con esta anécdota, como una muestra de valentía y dignidad, por lo que resolví consultar antes con el historiador Carlos Cañas. Cañas se rió y me dijo que no. Que nada de eso era verdad y que únicamente era parte de la falsa historia que nos enseñan.

Redacción Diario Co Latino /Colaboración


Mi padre me contó que el presidente Napoléon Duarte, en plena guerra civil, habría besado la bandera de Estados Unidos como símbolo de hermandad entre ambas naciones. Esta historia suena más verídica. Estados Unidos enviaba en ayuda bélica alrededor de 1 millón de dólares diarios para combatir a la guerrilla. Alguno de esos dólares fue a parar a
El Mozote, pensé.
Todo eso recordaba en el camino a Morazán durante la madrugada de este pasado 16 de enero. Gabriela y yo hablábamos de lo importante que es conocer y recordar la Historia y veíamos cómo la luz se deslizaba sobre los cerros y valles del oriente del país. Los cubría como un manto de calor que llegaba al fondo de los ríos y a lo más alto de los pinos. Las rocas del Llano del Muerto se calentaban, al igual que se calentaban los corazones en El Mozote, Meanguera.
Al llegar, no llegamos. Nos acercamos porque en carro no se podía acceder al pueblito. Nunca había visto tantas personas y vehículos en
El Mozote. La primera vez que fui, pasó casi una hora hasta que salió un niño que me relataba lo que le habían contado. Que en la iglesia, decenas de niñas y niños habían muerto baleados y quemados. Que en los cerros verdes que miraba se llevaron a las mujeres para violarlas. Que en donde estábamos parados se formaron a casi mil habitantes para luego matarlos y que las balas que íbamos recogiendo como piedritas eran testimonio de la Historia. Pero ni un alma. Esta vez, no. Miles de personas caminaban apretadas y se apresuraban como si algo les llamara con ansias. En sus caras se postraba la expectativa adornada de una sonrisa de niño. De una sonrisa pura de esperanza. De un sonrisa de navidad.
Algunos soldados resguardaban a la distancia la localidad, como escondiéndose del pasado, de cuando el Batallón Atlacatl masacró a los habitantes del caserío El Mozote. Como repensando la posición de héroe del Coronel Domingo Monterrosa. Como pensando, “¿qué hacemos aquí?”. A unos metros, casas agujereadas de balas, de cuando algún miembro de la tropa las roció con balas hasta cumplir su objetivo. Pero la gente no lo notaba. Caminaban hasta un toldo blanco gigantesco. Y miraron hacia el cielo cuando escucharon el helicóptero. “Ahí viene, ahí viene”, le exclamó una madre a sus hijas, que no se percataron cuándo fue exactamente que las jaloneó de la mano para salir corriendo.
Mauricio Funes, un ex periodista, y Vanda Pignato, una política de carrera, subieron a la tarima. De blanco, al igual que todos. Tomados de la mano, como el monumento de El Mozote. Era primera vez que un presidente llegaba junto a su gabinete, los firmantes de los Acuerdos de Paz y con todo el pueblo de El Mozote. Había dos bandos ese día, la dignidad del Pueblo y el orgullo del Estado. Y, por primera vez, el Estado cedió. Luego de una larga lista de formalidades, dijo lo que todos ahí quisieron escuchar por más de 30 años. “Como Jefe del Estado, como Presidente Constitucional de la República, como Comandante General de las Fuerzas Armadas, reconozco que en los cantones El Mozote, El Pinalito, Ranchería, Los Toriles, Jocote Amarillo, Cerro Pando, La Joya y Cerro Ortiz, los días y las noches del 10, 11, 12 y 13 de diciembre de 1981, tropas del Batallón de Infantería de Reacción Inmediata Atlacatl, de la Fuerza Armada de
El Salvador, asesinaron….” Y se echó a llorar, con los ojos apretados.
Su voz venía ya quebrándose por varios minutos, pero esta vez hizo una pausa. Se quitó los anteojos, bajó la cabeza, y con la toalla que carga para limpiarse el sudor, se secó las lágrimas. Funes, un reconocido ex periodista que hizo su nombre a partir de sus desafíos al poder, no pudo anteponer su capacidad de oratoria ante algo más fuerte. Un sentimiento. Una vez, en una entrevista cuando era candidato, Mauricio me dijo que “ante una realidad estructuralmente injusta, no hay otra actitud deseable que la de la indignación”. Y la indignación, con el sentimiento de resignación de ya no poder hacer nada, le ganaron al presidente. Cuando se repuso, continuó “…asesinaron a cerca de un millar de personas, la mayoría niñas y niños”.
Para ese entonces, los familiares de las víctimas, sentados en primera fila, lloraban. Lloraban sin consuelo. Y, a diferencia de lo que digan muchos detractores desmemoriados, las lágrimas que se derramaron ese día no fueron “de cocodrilo”. Eran lágrimas de emociones. De dolor y de felicidad. Lágrimas que provienen del corazón y no de los ojos. Apurando el paso, el mandatario siguió “por esa masacre, por las aberrantes violaciones de los derechos humanos y por los abusos perpetrados, en nombre del Estado salvadoreño pido perdón, por esa masacre y por las aberrantes violaciones de los derechos humanos y por los abusos perpetrados, en nombre del Estado salvadoreño, como Presidente de la República y Comandante General de la Fuerza Armada, pido perdón a las familias de las víctimas y a las comunidades vecinas”. Además, prometió una serie de medidas económicas, sanitarias, educativas, productivas a implementarse inmediatamente. Más de 6 millones de dólares, aseguró. Pidió, también, revisar a Historia. Desde atrás, done la niña comía frente a las casas destruidas, escuché una ola. Una ola de aplausos que alcanzó al Vicepresidente Salvador Sánchez Cerén y a la señora que no paró de rezar durante todo el discurso.
Cuando ya nos marchábamos todos, encontré a Serapia Chicas. Ella huyó a Lourdes en 1980 con sus hijos. Sus otros familiares fueron asesinados ahí. Perdió a una hija este pasado octubre, ahogada durante las lluvias de la depresión tropical 12-E, y tiene a otro hijo preso y no sabe por qué. De su tercer hija solo tiene a la pequeña y simpática Francisca. La última vez que le entrevisté, estaba como triste, con una frustración que le había durado años. Pero esta vez, no. Se me acercó y nos abrazamos.
“¡Qué gusto verlo!”, exclamó. Vestía toda de blanco, como de gala, como de fiesta. Y le vi algo que no le vi hace casi un mes: una sonrisa.
Una sonrisa de haberle ganado a la Historia y a la desmemoria.

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